Buenas, Rafa. Lo primero muchas gracias por atendernos y compartir tu conocimiento con nosotros. Cuéntanos un poco sobre ti para que la gente conozca lo que haces.
Nunca quise dedicarme a algo predecible. En la carrera me di cuenta muy rápido de que, de todos los órganos del cuerpo, el cerebro era el más desconocido. Neurología me llamaba, sí, pero pensé en el tipo de paciente: personas mayores, procesos más estáticos, menos recorrido vital. Yo quería algo donde la mente pudiera romperse, pero también recomponerse. Donde hubiese historia, biografía, narrativa. Donde el tiempo tuviera sentido. Ahí apareció la psiquiatría.
La estudié primero en Italia, con una mirada muy psicoanalítica, mucho “alma”, mucha metáfora. Me gustó, pero cuando preparé el MIR y entré en contacto con una psiquiatría más clínica, más real, fue cuando supe que ese era mi sitio. Y dentro de todo lo que vi en la residencia, lo que me atrapó fue el mundo de las adicciones. Siempre tuve claro que las adicciones no son “el problema”, sino el síntoma visible de algo silencioso debajo: trauma, neurodivergencia, desesperanza, identidad rota, automedicación. Ahí entendí que no podía tratar el consumo sin mirar al cerebro, la biografía, la infancia y el contexto.
Con esa idea empecé a estudiar neurodivergencias. Me fui a unidades específicas de TDAH en Vall d’Hebron, luego a Melbourne a hacer neuropsiquiatría y trabajar con adolescentes con adicciones. Cuando acabé la residencia, me dediqué de lleno a la patología dual, tanto en lo público como en lo privado. Pero hubo un momento en que me cansé de trabajar bajo sistemas rígidos donde otros decidían cómo, cuándo y cuánto debía atender a mis pacientes. Yo conectaba con ellos de otra forma, necesitaba espacios sin tantas normas absurdas ni jerarquías que matan la vocación. Así que monté mi propia clínica, para trabajar como yo creo que se debe trabajar: sin prisas, sin diagnósticos en 15 minutos y sin tener que pedir permiso para hacer bien tu trabajo.
Y aun así, con veinte años de experiencia, el sistema consiguió hacerme dudar. Como buen neurodivergente, nunca encajé del todo en entornos laborales herméticos, numéricos y llenos de egos. Llegó un punto en el que me hicieron creer que yo no sabía psiquiatría. Me vi torpe, inútil, fuera de lugar. Y les creí. Tanto, que dejé la psiquiatría un año entero y me metí en medicina estética. Necesitaba alejarme para darme cuenta de que lo mío era esto, no inyectar ácido hialurónico.
Volví al hospital, pero la hostilidad fue mayor. Y ahí empecé algo que no estaba en mis planes: abrir redes sociales. No por exhibicionismo ni por moda, sino por supervivencia. Pensé: “Si yo no sé de psiquiatría, voy a explicarla a ver qué pasa”. Y descubrí que la mejor forma de aprender es enseñar. Empecé hablando de cosas básicas que para mí eran obvias, pero para la gente eran oro. Poco a poco se creó una comunidad que entendía, preguntaba y compartía. Y ahí confirmé algo: cuando trabajas desde la autenticidad, y no desde el miedo a encajar, todo lo demás viene solo.
Hoy trabajo en sanidad pública, en mi clínica privada y en redes. Hago lo mismo en los tres sitios: desmontar prejuicios, explicar lo que nadie explica, dar lenguaje a quien no lo tiene y mirar el sufrimiento sin disfraz. Y sí, también recetar cuando hace falta, pero por eso mi perfil se llama @nosolopastillas.
¿Puedes contarnos más sobre tu salto a las redes? ¿Sentiste rechazo entre tus compañeros?
Entrar en redes para mí no fue un plan estratégico ni una iluminación repentina. Fue casi una reacción instintiva. Yo venía de un entorno laboral donde me habían hecho sentir que no sabía suficiente, que no encajaba, que mi forma de ejercer la psiquiatría no era “la correcta”. Y pensé: “Si tan poco sé, voy a explicarlo en voz alta. A ver si el problema soy yo o el sistema”. Y ahí empezó todo.
Lo sorprendente fue la respuesta de la gente. Yo hablaba de lo que veía en consulta: ansiedad, trauma, TDAH, TEA, medicación, etiqueta, sufrimiento cotidiano. Para mí eran temas normales, incluso obvios, pero para la gente eran revelaciones. Así empezó a crecer la comunidad. Y no porque bailara frente a la cámara o hiciera contenido ornamental, sino porque contaba lo que nadie explicaba de forma clara, directa y sin adornos.
En redes he encontrado de todo, pero sobre todo algo que en el sistema sanitario falta: escucha. La gente tiene hambre de entenderse, de poner nombre a lo que le pasa sin que se lo echen en cara, sin que le llamen flojo o exagerado. Y yo no hablo para gustar, hablo para que alguien diga: “por fin alguien lo dice en voz alta y no me siento un bicho raro”.
¿Rechazo de compañeros? Claro. Pero no por lo que hago, sino por lo que despierta. Al final, mucha gente no quiere que tú tengas voz si ellos no la tienen. No es que no quieran ser virales: es que tampoco soportan que lo seas tú. Vivimos en una cultura donde se habla mucho de no competir, pero está llena de gente que no soporta que a otro le vaya bien si ellos no se atreven a moverse. Hay quien confunde visibilidad con narcisismo porque prefiere decir que “no le interesa” antes que aceptar que le da miedo exponerse.
También te digo lo contrario: muchos médicos me siguen, me escriben, me consultan casos y tratamientos, incluso de otros países. Y no lo hacen en público, pero están ahí. Hay psiquiatras, psicólogos, médicos de familia, residentes… que agradecen que alguien traduzca lo complejo a lo humano sin perder rigor. A mí no me van a aplaudir todos, ni lo necesito. Hace mucho tiempo que dejé de vivir pendiente de si otro me otorga permiso para existir. Y algo importante: divulgar no me quita autoridad, me la da. Porque si explicas con evidencia, claridad y respeto, la gente te escucha, y muchos compañeros también. Y si alguien se incomoda, no es por lo que haces, es porque tu existencia cuestiona su comodidad.
¿Crees que algunas personas hablan sobre las neurodivergencias sin tener realmente un conocimiento apropiado?
Se habla con mucha ligereza, sí. Las neurodivergencias se han convertido casi en tendencia, y cuando algo se pone de moda, se pierde el matiz. Hay quien romantiza diagnósticos, quien habla desde su caso personal como si fuera una verdad universal, y quien no ha visto un paciente en su vida pero se permite explicar cómo funciona el cerebro. Y eso genera ruido, falsa seguridad y desinformación.
Yo siempre parto de una premisa muy básica: si algo lo explico en redes, es porque lo he contrastado con evidencia científica. Y si hablo desde experiencia clínica, lo digo claramente. En psiquiatría cada maestrillo tiene su librillo, sí, pero eso no justifica inventar teorías. Hay sesgos en los estudios, hay infradiagnósticos históricos, hay líneas de investigación que aún están verdes. Por eso siempre matizo lo que está demostrado y lo que se ve en consulta, aunque todavía no tenga un paper detrás.
La mayoría del contenido viral sobre salud mental lo generan personas que no entienden los diagnósticos, no ven pacientes o generalizan desde su caso particular. Y esto tiene consecuencias: se romantiza el TDAH, se infantiliza el TEA, se patologizan rasgos humanos y se estigmatiza a quienes sí tienen una trayectoria clínica compleja. La gente confunde visibilidad con validación, y eso es peligroso.
Además, muchas cuentas venden certezas fáciles porque eso da likes. Pero yo no busco que la gente se identifique a cualquier precio, busco que entienda qué es un diagnóstico y qué no, cuándo hay que pedir ayuda y cuándo no, y por qué no todo lo que nos pasa tiene que tener una etiqueta.
Mi forma de divulgar es simple: si algo no lo sostienen los datos, no lo digo como verdad. Y si lo sostienen mi experiencia y mis pacientes, pero no hay aún marco teórico claro, lo explico desde ahí. Porque lo que veo cada día en consulta pesa más que un hilo de Twitter o un vídeo de alguien que habla desde el ego. Y si eso incomoda a quienes hacen contenido superficial, no es mi problema. Yo no estoy en redes para gustar, sino para ordenar la conversación.